
Alejandro Dumas Ilustrado
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Por primera vez en Planeta DeAgostini, presentamos las mejores obras del célebre escritor, ilustradas por los artistas más talentosos de su época: G. Doré, M. Leloir, J. Désandré y muchos otros.
Los Tres Mosqueteros, El Conde de Montecristo o El Tulipán Negro son algunas de las obras que comprenden esta magnífica colección. Aprovecha esta oportunidad única para crear una biblioteca de obras maestras literarias.
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín Pharaon procedente de Esmirna,Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rion y el cabo Morgiou. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de Saint-Jean, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Pharaon, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focea y pertenecía a un naviero de la ciudad.
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Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de la partida de la señora Danglars y de su hija, y durante la conversación que acabamos de referir.
El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre, seguido de su esposa; en cuanto a Valentine ya sabemos dónde estaba.
Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois, antiguo criado que hacía más de veinte años que servía en la casa, tomaron asiento a su lado.
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“El primer lunes de abril de 1625, el pueblo de Meung” ve al joven D'Artagnan, cadete de Gascuña que va a París para buscar fortuna en los mosqueteros, siendo humillado por Rochefort en presencia de la bella Milady, ambos agentes de Richelieu.
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Baisemeaux de Montlezun
Después de la lección un poco dura dada a Wardes, Athos y D’Artagnan bajaron juntos la escalera que conduce al patio del palacio del rey.
–Ya veis –decía Athos– que Raúl no puede escaparse, tarde o temprano, de ese desafío con Wardes, tan valiente como malvado.
–Conozco a esos Wardes –replicó D’Artagnan–, pues tuve que hacer con el padre. Os confieso que me dio bastante trabajo;y eso que en aquel tiempo tenía yo buenos músculos y una firmeza salvaje.Amigo mío, hoy no se dan asaltos semejantes, y bien sabéis que yo tenía una mano férrea. No era un simple pedazo de acero, sino una serpiente que tomaba todas las formas para llegar a colocar convenientemente su cabeza, es decir, para morder. No había fuerza humana capaz de resistir a semejante ferocidad, y, sin embargo,Wardes el padre, con su bravura de raza, me ocupó bastante tiempo, y tengo presente que al final del combate estaban cansados mis dedos.
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El correo de Madame
Carlos II se había propuesto demostrar a miss Stewart que no pensaba más que en ella; en consecuencia, le pro- metió un amor igual al que su abuelo Enrique IV había profesado a Gabriela. Desgraciadamente para Carlos II, eligió mal día, porque fue precisamente uno en que a miss Stewart se le puso en la cabeza dar celos al rey. De modo que en vez de enternecerse al oír aquella promesa, como esperaba Carlos II, se echó a reír.
–¡Oh, señor, señor! –exclamó sin dejar de reír–. Si tuviera la desgracia de pediros una prueba de ese amor, ¡cuán fácilmente se vería que mentís!
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La sombra de Richelieu
En un cuarto del palacio del cardenal, palacio que ya conocemos, y junto a una mesa llena de libros y papeles, permanecía sentado un hombre con la cabeza apoyada en las manos.
A sus espaldas había una chimenea con abundante lumbre, cuyas ascuas se apilaban sobre dorados morillos. El resplandor de aquel fuego iluminaba por detrás el traje de aquel hombre meditabundo, a quien la luz de un candelabro con muchas bujías permitía examinar muy bien de frente.
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Prólogo
1
Un viejo gentilhombre y un viejo maestresala
En los primeros días del mes de abril de 1784, aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde, el viejo maris- cal de Richelieu, antiguo conocido nuestro, después de haberse impregnado las cejas con un tinte perfumado, rechazó con la mano el espejo que sostenía su ayuda de cámara, sucesor, pero no sustituto, del fiel Rafté, y, mo- viendo la cabeza con aquel gesto que le era propio, dijo:
–Vamos.Ya estoy preparado.
Se levantó de su sillón y se sacudió con ademán juvenil las motas de polvo blanco que habían volado de su peluca a su pantalón azul celeste.
Seguidamente, y después de dar dos o tres vueltas por el cuarto de aseo a fin de desentumecer las pier- nas, dijo:
–Que venga mi maestresala.
Cinco minutos después, el maestresala se presentó en traje de ceremonia. El mariscal adoptó el gesto grave que requería la situación.
–Monsieur –dijo–, supongo que me habréis preparado un buen almuerzo.
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Un pueblo agradecido
El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpulas casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadeantes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buitenhof, formidable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de asesinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pensionario de Holanda.
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El latín del duque de Guisa
El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta. Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint-Germain-l’Auxe- rrois, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada, amenazadora y escandalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés-Saint-Germain y por la de l’Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de Borbón, que se ele- vaba enfrente.
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El día 10 de marzo de 1793 tocaba a su fin. En la iglesia de Notre-Dame acababan de dar las diez, destacándose cada hora, una tras otra, semejante a un pájaro nocturno que, lanzado de un nido de bronce, hubiera volado triste, monótono y vibrante.
La noche había caído sobre París; no ruidosa, tempestuosa e interrumpida por relámpagos, sino fría y nebulosa. Ahora bien, París tampoco era entonces el que hoy conocemos, deslumbrador por la noche con las mil luces que se reflejan en su fango dorado, el París de los transeúntes presurosos, de los cuchicheos alegres, de los arrabales báquicos, centro de disputas audaces, de horribles crímenes, antro de mil rugidos, sino ciudad vergonzosa, tímida y aterrorizada, cuyo corto número de habitantes se apresuraban a atravesar de una calle a otra, precipitándose en sus portales o en sus puertas cocheras, semejantes a fieras que, acosadas por el cazador, se esconden en sus guaridas.
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El domingo de carnaval del año de 1578, después de la fiesta del pueblo, y en tanto se extinguían en las calles de París los rumores de aquel alegre día, comenzaba una espléndida función en el magnífico palacio recién construido al otro lado del río y casi enfrente del Louvre por cuenta de la ilustre familia de los Montmorency, que, aliada con la familia real, igualaba en categoría a la de los príncipes.
Esta función particular, que sucedía a la función pública, tenía por objeto festejar las bodas de Francisco de Epinay de San Lucas, grande amigo del rey Enrique III, y uno de sus favoritos más íntimos, con Juana de Cossé-Brissac, hija del mariscal de Francia de este nombre.
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El 21 frimario, año II (11 de diciembre de 1793), la diligencia de Besançon a Estrasburgo se detenía, a las nueve de la noche, en el interior del patio del hotel de la Posta, situado detrás de la catedral.
Cinco viajeros descendieron de ella; uno solo, el más joven de los cinco, debe fijar nuestra atención.
Era un niño de trece a catorce años, delgado y pálido, que, a juzgar por la dulce y melancólica expresión de su rostro, se hubiera podido tomar por una joven vestida de muchacho; llevaba sus cabellos castaños cortados a lo Tito, tocado que los celosos republicanos adoptaron a imitación de Taima; cejas de idéntico color que los cabellos, sombreaban sus ojos de un azul claro, que se detenían como dos puntos de interrogación sobre los hombres y sobre las cosas, con una inteligencia notable.Tenía labios delgados, hermosos dientes y una sonrisa encantadora; vestía a la moda de aquella época, si no con elegancia, con tal gracia y tanto aseo, que no era difícil adivinar que la cuidadosa mano de una mujer había pasado por allí.
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Fue en el año de gracia de 1162, durante el reinado de Enrique II: dos viajeros, con las ropas sucias a causa del largo viaje y aspecto extenuado por una larga fatiga, atravesaban una noche los estrechos senderos del bosque de Sherwood, en el condado de Nottingham.
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Ocurrió durante una de esas prolongadas y maravillosas veladas que pasamos, durante el invierno de 1841, en la residencia florentina de la princesa Galitzin. En aquella ocasión, nos habíamos puesto de acuerdo para que cada uno contase una historia, un relato que, por fuerza, había de ser del género fantástico.Todos habíamos narrado ya la nuestra, todos menos el conde Élim.
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El 1 de septiembre del año 1831, fui invitado por uno de mis viejos amigos, jefe de negociado en la hacienda privada del rey, a inaugurar, junto con su hijo, la temporada de caza en Fontenay-aux-Roses.
En esa época me gustaba mucho la caza, y en mi calidad de gran cazador era asunto de importancia la elec- ción de la zona en que cada año debía inaugurarse la temporada.
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A la margen izquierda del Rin,cerca de la imperial ciudad deWorms,y hacia el sitio donde nace el pequeño río Selz, empiezan a elevarse las primeras cordilleras de innúmeras montañas, cuyos erizados picos parecen alejarse hacia el Norte, simulando una manada de espantados búfalos que se pierden entre la bruma.
Estas montañas, que desde la cumbre dominan ya aquel país casi desierto, y que semejan la comitiva de la más alta, tiene cada una un nombre particular que expresa su forma recuerda alguna tradición. Llamase una la Silla del Rey, la otra la Piedra de los Agavanzos, ésta la Roca de los Halcones y aquélla la Cresta de la Serpiente.
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Colacionaban en el elegante gabinete de Luciennes, el mariscal Richelieu y la condesa Du Barry, donde ya vi- mos al conde Jean Du Barry sorberse con gran descontento de su hermana una enorme cantidad de chocolate. La favorita se recostaba blandamente en un sofá cubierto de seda y recamado de flores de oro, mientras que se extremaba en estirar las orejas a Zamore, al paso que el viejo y astuto cortesano exhalaba ayes repetidos de admiración a cada nueva actitud de aquella belleza encantadora.
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A las diez de la mañana del 26 de octubre de 1585 no se habían abierto aún las barreras de la puerta de San Antonio.
A las diez y tres cuartos, un piquete de unos veinte suizos, cuyo uniforme daba a entender que pertenecían a los pequeños cantones, es decir, a los más fieles partidarios de Enrique III, desembocó por la calle de la Mortellerie hacia la puerta de San Antonio, la cual se abrió, volviendo a cerrarse luego de haberles dado paso. En la parte exterior de dicha puerta los suizos se alinearon a orillas del soto que por aquel lado cercaba las dos líneas del camino.
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Una muestra del esplendor del grabado en Francia
En el siglo XIX, Francia experimentó un auge en el grabado, relacionado con la ilustración de libros, revistas y periódicos. G. Doré, M. Leloir, J. Désandré, A. de Neuville, T. Johannot, G. Janet, Daubigny, Janet-Lange y F. Philippoteaux son algunos artistas que, a través de sus dibujos, dieron vida al texto y a los personajes míticos de Alejandro Dumas.
Interpretar la visión del artista a través de incisiones en la madera requería de los grabadores una gran experiencia y habilidad.
Muchas de las novelas de Dumas, que algunos periódicos de su época publicaron por entregas para aumentar el interés del público, aparecieron más tarde en ediciones ricamente ilustradas. Constituyen, de esta manera, un extenso repertorio del refinamiento gráfico alcanzado en ese período.
Una lámpara práctica y flexible con mini clip. Se entrega con dos bombillas LED.
Con tu envío 16
Una pieza muy especial para combinar elegancia y refinamiento a la hora de escribir.
Con tu envío 11
Una bella libreta, para tomar tus notas de una forma original y diferente.
Dimensiones: 13 x 21 cm.
Con tu envío 7
Cuatro magníficas reproducciones de grabados antiguos con escenas memorables del interior de los libros.
Dimensiones: 20 x 20 cm.
Con tu envío 3
Con tu suscripción recibirás de regalo la entrega 3: Los tres mosqueteros.
Con tu envío 2
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